La eternidad 5

 La rebelión comenzó en las selvas y poco a poco se unieron las demás tribus del continente. Las armas arrebatadas al enemigo sirvieron para equipar el incipiente ejército.

Sobre los lúmix cayó una arrolladora fuerza. Sus defensas se tambalearon y se derrumbaron. A partir de ese momento, no hubo piedad para ellos. Una a una sus ciudades fueron destruidas, sus habitantes masacrados. No escapaban a esta matanza ni mujeres ni niños. A duras penas, Sip y sus oficiales podían contener la masacre. Tantos años de resentimiento hacen imposible la labor. Todo aquel que hubiera vivido bajo la sombra lúmix, o compartido sus ideas, era un enemigo.

En un último esfuerzo los lúmix se agruparon con lo mejor de sus tropas, Los Luminosos, en la Ciudad fortaleza de Rama, situada en el nacimiento del río que le da nombre, con lo que obtuvieron una buena posición estratégica. No les faltaba el agua gracias a los manantiales y su espalda se asentaba sobre la cordillera azul, formada por una infranqueable cadena montañosa, lo cual la convertía en inaccesible por la retaguardia y los flancos. La única forma de llegar a ella era la parte frontal. Para lograrlo se debían rebasar los fosos llenos de agua, depredadores y trampas que existen delante de las murallas.

Eso los atacantes debían hacerlo bajo el constante hostigamiento de los sitiados. Después de superados los obstáculos, debían enfrentarse a las altas murallas. De vencerlas, se encontrarían con otra no menos fuerte. Por último, había que conquistar la Fortaleza de la Roca, sólida construcción enclavada en la base de la montaña.

Diez largos años costó superar los obstáculos. Los defensores peleaban, no pedían ni daban tregua. Sabían que si la ciudad caía, era el fin de su raza. Sus hijos y mujeres luchaban junto a ellos; de ser derrotados, serían aniquilados. Los

Luminosos, hombres escogidos entre lo mejor de la juventud lúmix, seres en la plenitud de su vida, rebosantes de salud y con un fanatismo que rayaba en la locura, se defendieron de la mejor manera, pero el aplastante número de los enemigos y el encarnizado odio hacia ellos fue más poderoso. Una a una las defensas cayeron y las murallas fueron tomadas. 

Cada vez que los atacantes conquistaban un bastión, solo encontraban muertos. Los heridos lúmix, habían sido llevados a la siguiente defensa para que no cayeran en manos enemigas. Ya por último, los atacantes se encontraron ante los muros de la Fortaleza de la Roca; era el asalto final. Se prepararon, había llegado el ansiado momento, el fin de los lúmix.

Todo comenzó al amanecer, las tropas se lanzaron contra los muros de la fortaleza, la que había sufrido el embate de la artillería durante toda la noche. Grande fue el estupor, al no encontraron resistencia. Vacilaron un momento, pero reanudaron el ataque con más brío, temían una emboscada; sin embargo, la mayor sorpresa se la llevaron al entrar. En las fortificaciones solo quedaban los muertos.

Ante el desconcierto de las tropas, Sip, que hacía su entrada por la puerta principal, ordenó a sus oficiales que organizaran una búsqueda. No podía quedar un lugar por registrar, los lúmix y sus familias debían de estar en alguna parte de la fortaleza. Tras reunir a los oficiales, les pidió que respetaran las vidas de los que se rindieran; sobre todo, si trataba de mujeres y niños. Era hora de terminar la matanza.

Estaban a punto de desistir en la búsqueda, que llevaba más de un reflujo, cuando un acontecimiento imprevisto vino a ofrecerles la solución. Dos soldados que peleaban por las pertenencias de un lúmix de alto rango que yacía muerto junto a otros dos en el suelo de una insignificante habitación, fueron requeridos por un oficial. Este, después de llamarles la atención, se disponía a retirarse cuando su subconsciente le previno que en la habitación algo no marchaba bien. Regresó al lugar y lo examinó ante la asustada mirada de sus subordinados, quienes pensaban que había vuelto para aplicarles una reprimenda mayor.

El oficial observaba la habitación, se veía muy limpia para una fortaleza que hasta hacía unas horas estaba asediada. En ella desentonaba el lúmix, cuyos vestidos demostraban su alto rango. El porte de su persona, las joyas que adornaban su cuerpo son elementos suficientes para identificar a un noble. Los otros dos eran pobres soldados, al parecer ultimados para obligarles a guardar un secreto. Uno de ellos tenía una daga enterrada en el pecho, con un grabado en el mango igual al escudo de arma que portaba el noble bordado a su chaqueta. El otro, una herida de bala en la cabeza y una pistola al lado que también llevaba grabado en el cabo el mismo escudo de armas.

Algún motivo debía haber existido para que ese oficial diera muerte a sus soldados y se suicidara. Se conoce que entre los lúmix el suicidio es un acto de traición. Un lúmix debe luchar contra sus enemigos mientras le quede un aliento de vida. Si mató a sus compañeros y después se quitó la vida, solo podía existir una causa. Con su eliminación física y la de ellos protegía a los suyos. Solo así se justificaba tal acto.

Después de llegar a esta conclusión, envió a uno de los soldados a informar al mando. Poco tiempo después la habitación se llenó de oficiales que iniciaron unas pesquisas cuyos resultados no se hicieron esperar. Tras derrumbar una pared, apareció un lúgubre túnel. La breve inspección reveló el paso de una gran comitiva abundante en heridos, a juzgar por las manchas de sangre que cubrían el piso.

Sip reunió a lo más selecto de sus hombres, se puso al frente, y entraron al pasadizo. Un grupo de exploradores comandados por el oficial que descubrió el engaño se adelantó para prever posibles emboscadas. El pasadizo era amplio y desembocaba en dos túneles todavía más anchos, lo que hacía dudar a los perseguidores; dudas que pronto quedaron resueltas, pues las manchas de sangre señalaban la dirección. Tras horas de camino, vislumbraron la salida. Al llegar a ella, se encontraron en la entrada de un desfiladero que se perdía en la oscuridad. Era de noche, uno de los satélites iluminaba con un tenue resplandor. Decidieron detener la marcha y esperar al amanecer. Caminar de noche, podía llevarlos a una emboscada. Sip ordenó situar las guardias y extremar las precauciones. Un ataque imprevisto, ocasionaría grandes pérdidas.


En la mañana, reanudaron la persecución. Los lúmix le llevaban más de un día de ventaja, pero su marcha era lenta producto de los numerosos heridos. A la vanguardia, se destaca la misma fuerza del día anterior. Después de caminar durante un tiempo, a la mitad del día avistaron la salida del desfiladero. Grande fue su decepción, pues al llegar allí se encontraron ante el Desierto Ardiente; Inhóspito lugar donde el sol y las calientes arenas lo devoran todo.

Los lúmix estaban locos o la desesperación los llevó a suicidarse en masa. Quien entra en ese desierto no sobrevive. Una larga e interminable planicie se extiende por todos lados. El calor imperante es insoportable. Quien logra sobrevivir al día, por la noche sucumbe ante el frío. Sip solicitó voluntarios, quería saber qué había sido de los lúmix, comprobar que no era otro de sus engaños.

Una fuerza compuesta por doscientos hombres partió tras las huellas. El rastro era fácil de seguir, las marcas eran cadáveres que cubrían el camino sobrevolado por las aves de rapiña. A los hombres se les proveyó de abundantes provisiones; las ropas que llevaban los protegían del sol y el frío. Varios días duró la persecución. Los lúmix transportaban pesados carruajes, pero no cedían en su avance. Su número iba disminuyendo a medida que se adentraban en el desierto. Cada día que pasaba eran más los cadáveres que quedaban en el camino. Ya no eran solo heridos los que sucumbían, ahora también entre los muertos había mujeres y niños.

Al sexto día, los perseguidores decidieron desistir. Sus fuerzas flaqueaban y de continuar no podrían regresar. El retorno fue mucho más duro y el esfuerzo, mayor. Estaban agotados, se acababa el agua y no veían el fin del camino. Algunos hombres no resistieron. Al décimo día, ciento cincuenta hombres en el límite de sus fuerzas, arribaron al desfiladero. Detrás, habían quedado cincuenta de sus compañeros.

En el desfiladero quedó una guarnición permanente para evitar el paso hacia el desierto, o para detener lo que pudiera venir de él. Pasaron los años, esta guarnición se mantuvo como medida de seguridad para posibles imprudentes que quisieran aventurarse en el desierto. Ya de los lúmix ni se hablaba, estaban seguros de que habían perecido.


Pasaron 140 años, Sip muere, pero deja su legado a la posteridad. Fundó la nación de los caminantes, les enseñó que las guerras no conducen a nada, les mostró cómo vivir en paz. Los lúmix fueron olvidados y desaparecieron como etnia, los pocos que quedaron se integraron a otras comunidades. Con el transcurso del tiempo, los caminantes se dedicaron a reconstruir su sociedad. La esclavitud y la guerra dejaron devastación; pero al fin eran libres de escoger su camino.

Restablecimos relaciones, los ayudamos. Adoptaron muchos de nuestros preceptos. Los instruimos, aunque nunca les mostramos todo. Temíamos al fantasma de la guerra, todavía no estábamos seguros de ellos. Ya llegaría un tiempo en que pudiéramos ofrecerles la totalidad de nuestros conocimientos.

—Si piensan así, ¿qué pasó para que exista lo que hemos visto?

—Es lógico que esto te sorprenda, Atón, te lo voy a explicar. Hace solo dos años aparecieron unas máquinas provenientes del desierto. Destruyeron la guarnición del desfiladero y se apropiaron de la Ciudad de Rama. Allí situaron su cuartel general e iniciaron la conquista del continente. Ante su superioridad tecnológica, los caminantes fueron derrotados y otra vez sometidos. En todas las ciudades y pueblos del continente aparecieron guarniciones de androides. Quien no se sometía, era eliminado. Entre los caminantes había desasosiego, puesto que emprender una lucha ante tanta superioridad tecnológica les resultaba imposible. 

Nos pidieron ayuda, y otra vez nos apartamos. Esa no era nuestra guerra, vivíamos en el mar y este no peligraba. Qué ingenuos éramos, qué lejos estábamos de la verdad. El planeta que nos cobija es uno solo. Lo que afecta a uno, tarde o temprano afectara a los demás.

Los androides ocuparon el continente, pero no revelaban sus verdaderas intenciones. Se dedicaron a tomar el control y eliminar a todo aquel que se le opusiera. Entre los caminantes aumentaba el desasosiego. ¿Qué querían los androides de ellos? Cuál no sería su sorpresa cuando los gobernantes de las ciudades fueron convocados a una reunión en la ciudad fortaleza de Rama. La asistencia fue obligatoria: faltar significaba muerte. Todos fueron advertidos.

Podemos decir a favor de los caminantes que, aunque desorientados por la situación, no se amedrentaron. Partieron hacia la reunión dispuestos a perecer si era necesario con el único fin de saber a lo que se enfrentaban, aquello que preocupaba a todos: ¿Qué había detrás de aquellas máquinas?

Al llegar a la Ciudad, fueron recibidos por un grupo de androides. Su recorrido a través de sus calles se realizó en el más absoluto silencio. En el trayecto no vieron un solo ser viviente. La urbe parecía estar poblada por autómatas. Fueron conducidos por solitarias avenidas e introducidos en la Fortaleza de la Roca. Allí se les condujo a una espaciosa sala de reuniones. Desprovista de adornos, el gris de las paredes le daba un aspecto sombrío. En el centro se destacaba una larga mesa con varias sillas a su alrededor. Se les indicó dónde sentarse y se les pidió que esperaran.

El tiempo transcurría y los caminantes se impacientaban. Ya debía haber hecho su aparición quien los había convocado. Trataron de averiguar lo que pasaba y la situación se tornó embarazosa. Todo aquel que trató de levantarse fue obligado a volver su sitio por los imperturbables androides. La espera fue insoportable.

Mucho tiempo después, una puerta se abrió de par en par y dio paso a tres figuras. Grande fue el estupor al reconocer en ellas a los extintos lúmix. Ante semejante aparición, quedaron anonadados. La expresión del rostro, los labios entreabiertos, la lengua paralizada demostraron la sorpresa. No eran capaces de emitir el más leve sonido.

¿Qué es lo que veían sus ojos? Estos seres están muertos, son fantasmas del pasado; desaparecieron para no volver jamás. Expediciones que salieron tras sus rastros, confirmaron que en el desierto era imposible sobrevivir. El ardiente sol y el intenso frío habían acabado con ellos. La arena y los fuertes vientos borraron las huellas del desastre.

Los lúmix, inmutables, se dirigieron a un estrado situado en una de las esquinas. El que parecía tener mayor rango habló al auditorio: “Soy el controlador superior, y estos son mis ayudantes. Personificamos al Señor de los lúmix, representante de nuestra nación. Tengo poderes plenipotenciarios para hacer cumplir su voluntad. Saben, por el poderío de nuestro ejército (del cual solo han visto una parte), que podemos arrasar sus pueblos si nos lo proponemos. No venimos con ansias de venganza, ya perdimos una guerra. Tomaron represalias, pero no hicieron más de lo que nosotros hubiéramos hecho. Quien a hierro mata, a hierro muere. Desaparecimos en el infierno, pero la constancia y el esfuerzo premia a los valientes. Después del Infierno viene el Paraíso, a él llegamos, de allí regresamos para reclamar lo nuestro. No volverán para ustedes las duras condiciones del pasado, son insoportables y no pretendemos hacerle la vida demasiado pesada. Queremos que vean en nosotros a sus conquistadores, no a verdugos; sin embargo, su tranquilidad y bienestar depende de la puntualidad en el pago de los impuestos. El monto que hemos fijado es el 90 % de la producción de Titanio que sale de sus minas; además, deben entregarnos los minerales relacionados en este documento en las proporciones indicadas. De los alimentos y ropas, solo queremos el 10 % de lo que produzcan. Todo lo anterior debe ser entregado cada final de mes a nuestros controladores. Ellos permanecerán en las guarniciones de los poblados y ciudades con el número de androides necesarios para castigar cualquier desobediencia. Como ven, con la excepción del Titanio el monto de los impuestos no es grande. Esto les permitirá no pasar hambre ni frío. Del Titanio, conocemos que lo usan en la fabricación de herramientas y armas. Con lo que les dejamos, podrán fabricar herramientas. La única fuerza armada que puede existir en el continente son nuestros androides. Dicho esto, pasa los documentos a manos de sus ayudantes, los cuales los hacen circular entre los gobernantes.

Terminada la conversación, los lúmix se retiraron. Los androides que se encontraban en la habitación se acercaron a los caminantes y los condujeron fuera de la ciudad; allí eran esperados por sus respectivas escoltas.

Cruzaron las puertas sin intercambiar palabra, montaron en sus vehículos y partieron. Muchas eran las preocupaciones que les agobiaban, pero la mayor de ellas consistía en comunicarles a sus respectivos pueblos que la decisión más sabia era someterse para no desaparecer como etnia. La diferencia tecnológica es demasiado grande. Cualquier acción que emprendieran estaría destinada a fracasar.

—Todo lo que ha dicho lo hemos entendido, pero no nos ha explicado cómo llegaron a sus mares; además, ¿por qué se lo permitieron? —digo al Principal.

—Es cierto, pero permítame mantener el hilo de la narración, no se apresure. Todas las interrogantes serán contestadas.

Después de aquella reunión, transcurrieron diez largos años sin que nada nuevo empañara el ambiente. Los caminantes entregaban sus tributos a los lúmix y estos los dejaban tranquilos. Su presencia no hubiera sido notada de no ser por los androides que patrullaban las ciudades.

Los lúmix permanecían dentro de las guarniciones y no se mezclaban con los caminantes. Solo se dejaban ver para la recolección de impuestos. Cada uno de ellos disponía de gran cantidad de androides. Se pudo saber que el que residía en la guarnición lo hacía con la sola presencia de sus androides; además, permanecía en ese lugar por un periodo de tiempo concreto, después del cual era sustituido.

Transcurría el año doce desde la reaparición de los lúmix sin ningún cambio en la situación. No habíamos sido molestados por sus androides ni se acercaban al mar. Si alguno entablaba contacto con el agua, sus circuitos sufrían defectos que obligaban a sacarlo de circulación. Veíamos esto con agrado, pues nos indicaba que no les interesaba nuestro hábitat. Por lo menos creíamos que no habían logrado que sus autómatas se movieran en el agua; no obstante estos indicios, manteníamos en constante observación sus actividades.

Llegó el final del año, todos nos preparábamos para recibir el advenimiento del nuevo período. Un ambiente de gozo y alegría llenaba las ciudades. Un alegre jolgorio se extendía por casas y calles. Las fiestas duraban hasta el amanecer. Al salir el sol, figuras soñolientas y cansadas se dirigían a sus hogares mientras otras dormían. Qué lejos estaban de imaginar lo que les depararía el destino.

Amparados en la noche, un ejército de nuevas máquinas hizo su entrada al continente. Venían de lo más profundo del desierto ardiente, de Paraíso. Qué ironía tan grande en esta frase. Quién puede creer en la existencia de un paraíso capaz de engendrar semejantes demonios. Las máquinas se desplazaban veloces como el viento; al amanecer, estaban situadas a la orilla del mar.

Qué horrendo despertar para los guardianes de nuestras fronteras. Al desaparecer la bruma de la noche por los primeros rayos de sol, vieron ante sus narices un ejército de monstruos en actitud amenazante.

De todos los puntos fronterizos, llegó la alarmante noticia. Oleadas de nuevos androides cubrían las costas del continente. La Grek fue convocada de forma urgente. Poco tiempo después las tropas se desplegaron en posición combativa a lo largo de las fronteras.

La atmósfera reinante era de extrema tensión. La noche se acercaba, pero todavía no se definían las intenciones de los lúmix. Los androides permanecían en la costa sin moverse desde el mismo instante en que llegaron.

Ya cerrada la noche, los reflectores fueron dirigidos hacia la costa. Haces de luces recorrieron playas y promontorios, aunque la densa niebla dificultaba la visibilidad.

A medianoche comenzó el ataque. Los androides penetraron en el mar: una parte navegaba por la superficie y lanzaba gran número de bombas de profundidad sobre nuestras posiciones; otros se deslizaban por el lecho marino. La batalla se desarrolló de forma encarnizada. Los ejércitos argonautas no cedían terreno, a pesar de sus grandes bajas. Oleadas de androides fueron destruidas, pero otros ocupaban sus puestos.

Al amanecer la batalla se desarrolló con igual encarnizamiento. Los argonautas se vieron obligados a retroceder pulgada a pulgada y asumieron la imposibilidad de mantener las posiciones.

Cuando volvió a anochecer, la orden de retirada fue dada. Una parte del ejército debía mantener las posiciones para permitir a los restantes retirarse hacia las ciudades escogidas para la batalla final. Estas fueron seleccionadas por su situación estratégica y por tratarse de lugares en los que podía organizarse una defensa prolongada. Lo que se buscaba era ganar tiempo para organizar un contraataque, cosa que se logró gracias a las tropas que se mantuvieron en la frontera para que pudiéramos alcanzar nuestro objetivo. La resistencia era organizada. Los androides ocuparon las metrópolis no fortificadas, donde sus moradores recibieron instrucciones de no ofrecer resistencia; las restantes, quedaron sitiadas.

Los que nos reunimos aquí en el día de ayer somos los responsables de organizar el contraataque. Esto es el Pantrak, el refugio secreto donde se reúnen los miembros de la Grek cuando existe un peligro inminente. Aquí se guardan las armas más ofensivas, aquellas que fueron relegadas por su inmenso poder destructivo.

El día que ustedes descubrieron una de las entradas al refugio, habíamos tomado la decisión más difícil de nuestras vidas. Autorizamos a los jefes militares a utilizar la totalidad del armamento disponible; les permitimos emplear todo el poder destructivo del que disponemos. Existe la imperiosa necesidad de derrotar a los lúmix, aunque esto signifique la destrucción de parte del planeta. Es mejor perecer mil veces en la lucha que vivir en esclavitud. Aunque parezca raro en seres como nosotros que reverenciamos la paz, esta decisión fue aceptada por unanimidad. Dentro de siete días será lanzado el ataque final. La meta es no detenernos hasta hacer regresar a los lúmix a su madriguera. No nos importa si es el Infierno o el Paraíso, pero de ahí no volverán a salir jamás. Si no aceptan la rendición incondicional, serán exterminados.

— ¿No cree usted que esa es una decisión muy drástica, que va contra sus principios y niega todo en lo que ustedes creen? —digo al Principal.

—Puede ser, pero las circunstancias no nos han dejado otro camino. Hemos tratado de razonar con los lúmix, pero ellos solo quieren oír hablar de nuestro total sometimiento; incluso nos ofrecen peores condiciones que las impuestas a los caminantes. Parece que albergan un odio insano hacia nosotros.

— ¿Saben ustedes qué hay más allá del desierto, en el lugar que los lúmix llaman Paraíso? —manifiesta Rina, al hablar por primera vez.

—No, los lúmix guardan el secreto de forma impenetrable. El Desierto Ardiente es por sí solo un obstáculo casi infranqueable; digo casi porque los lúmix fueron capaces de vencerlo; además, mantienen vigilancia electrónica en los lindes. Cualquier ser que trate de aventurarse es detectado al instante.

— ¿Conocen dónde está el puesto de mando lúmix? De allí tiene que partir la señal que controla a los androides —esta vez habla Sima.

—Suponemos que en ciudad Paraíso —manifiesta El Principal—, pero hasta ahora no ha podido ser ubicada. Creemos que si pudiéramos llegar a ella, conoceríamos el secreto de los lúmix. Sabríamos por qué en solo ciento cuarenta años lograron un avance tecnológico que a otros les hubiera llevado milenios. Estamos seguros de que si lo conociéramos serían vulnerables. Ello nos facilitaría entablar negociaciones que condujeran a la paz y salvación del planeta.

Como dije antes, no deseamos la guerra, pero no han dejado otra opción. Si dentro de siete días no inician negociaciones, el planeta se levantará como un solo hombre. Por primera vez, argonautas y caminantes lucharán juntos.

—Tengo una idea que puede favorecerlos. Nosotros podemos llegar hasta la ciudad lúmix, Paraíso, como ellos la llaman —digo con aplomo.

—Atón, sé que hay mucho de ustedes que no conocemos —dice El Principal—. Estamos seguros de que su civilización, por ser más antigua que la nuestra, tiene un potencial tecnológico superior, lo que nos daría una gran ventaja. Lo que no sabemos es el efecto que causaría la aparición de su nave en el conflicto. Aparejado a esto, tememos que el uso de sus armas traiga consecuencias irreversibles para el planeta; sin contar con que los acontecimientos se apresurarían, lo que impediría todo tipo de negociaciones. Esto es lo último que deseamos. Preferimos que el conflicto se resuelva diplomáticamente.

—Tiene razón en todo lo que dice —contesto—, pero nuestras intenciones no son esas, permítame explicarle. Con nuestros recursos y sus conocimientos de la región, pretendemos penetrar en territorio lúmix y encontrar Ciudad Paraíso. Cuando lleguemos, haremos todo lo posible para evitar la guerra. Al igual que ustedes, veneramos la paz. Nunca seremos capaces de iniciar una acción que dé lugar a una contienda bélica. Solo queremos que tengan confianza en nosotros y nos proporcionen la ayuda necesaria para movernos sin ser vistos.

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