Monte Quemado
Título: Monte Quemado
Autor: José R Barbón Hernández
El tren se detiene y contento de poner en funcionamiento los músculos, bajo encorvado por el peso de la mochila. Miro en derredor, todo rezuma agua, las botas se hunden en el fango, la húmeda del suelo me recibe. Busco un lugar seco para dar reposo al cuerpo. Una loma de gravilla aparece ante mis ojos, apresuro los pasos y me lanzo sobre ella; me pego como una babosa. Las piedras se hunden en mi cuerpo, por un momento me comparo con un faquir al que múltiples clavos sirven de cama. El sueño llega y me fundo con el tiempo.
Cuarentaicinco días han bastado para foguear mi alma, entrenamiento militar, guardias nocturnas, miedo y ansiedad, fueron los catalizadores necesarios. Atrás dejé los días de infancia, en los que mis preocupaciones eran problemas de mis padres, los regaños de mi madre, las prohibiciones como aquella en la que se me negó el permiso para alfabetizar. Entro a la adolescencia bruscamente al vestir este uniforme, pero todo no es malo, ahora soy independiente. Tomamos por asalto a Pinar del Río, allí se nos formó como soldados. Inmersos en los avatares de la vida militar, marchas y noches de insomnio, son ahora mis principales recuerdos.
En el barrio quedó la escuela secundaria, calvario para un grupo de jovencitas de octavo grado, las que lloran nuestra ausencia. Adiós a los juegos juveniles, a las novatadas; y porque no, a los chivos usados en los exámenes para suplir las deficiencias escolares. El 5to llamado del Servicio Militar Obligatorio, nos convirtió en hombres, sólo dejó un barón en el aula: se fue el novio, el amigo, el hermano.
Alguien me despierta salgo de mi ensueño, miro la loma de piedra y me sonrío. Después de varias horas de viaje en un tren cañero, cualquier lugar es bueno para descansar. Salimos de la terminar en horas de la noche, no sabíamos hacia dónde íbamos, ni nadie se preocupó en decírnoslo. En la ingenuidad de mis dieciséis años, veo esto como una aventura donde se mezclan los personajes de Julio Vernet y Emilio Salgari. La curiosidad me hace indagar por el nombre del lugar, al que hemos arribado. Finalmente conozco que estamos en Camagüey; para ser más exacto en Manantiales, pero no es el fin del camino. Montamos en unos camiones y después de desandar terraplenes, bastantes maltrechos por cierto, llegamos a Monte Quemado; extraño modo de llamar a un pedazo de tierra.
Todo me dolía, los pies apenas me sostenían. Se procedió a ubicarnos en las barracas correspondientes. Me vi ante una litera, un bastidor de saco fue incentivo suficiente. Me quité las botas y el sueño me hizo su compañero. No sé a qué hora me acosté pero de algo si estoy seguro, nunca tuve una noche tan corta. Tras el consabido de pie, despertamos a las puertas de una nueva fase de nuestras vidas.
Sale el sol y se despejan las tinieblas, al mirar por la ventana un espectáculo impresionante me golpea. Hasta donde alcanza la vista, grandes extensiones de tierra negra se extienden; en medio de estas, nosotros como Gulliver en el país de los gigantes. No estoy lejos de la verdad al decir esto, pues gigantesca fue la labor que hubo de realizarse.
No puedo hablar de tres o seis meses, cuando me refiero al período en el que permanecimos allí. Trabajábamos hasta que el sol se ponía. El descanso era algo lejano y cuando al fin llegaba, nuestros pensamientos eran ocupados por los recuerdos de aquellos tiempos, en los que la mayor preocupación consistía en estudiar. Puedo darles como referencia que al marcharnos, aquello era un mar de cañas. Color predominante el verde; sin embargo, solo nosotros sabíamos el trabajo que hubo de pasarse para lograrlo.
Muy pronto nos dimos cuenta que no estábamos solos. Reclutas del segundo llamado y guardias viejos próximos a licenciarse, nos acompañaban en esa épica jornada, a la que se llamó Operación Mambí. Corría el año 1968, un grupo de imberbes muchachos nos enfrentábamos por primera vez, a los sinsabores de las labores agrícolas.
El surco de dieciocho cordeles fue nuestro primer reto. El jefe de campo parado al final perdido en la inmensidad de la planicie, señalaba la ansiada meta; la que al concluir la jornada, debía quedar multiplicada por tres. Los almuerzos bajo el sol y la “suculenta dieta”, cuyos principales componentes eran garbanzo y harina, visitantes recurrentes en nuestra mesa, nos mantenían con un hambre atroz. Lo exiguo de las raciones nos impelía a luchar por fregar los carderos, con el solo fin de ser premiados con los residuos.
Muchas fueron las cosas que ocurrieron en esos meses: nos golpeó el hambre, también la falta de agua tras horas de trabajo con los rayos del sol sobre nuestras espaldas; recurrir a las cantimploras y ver que se ha agotado su contenido, mirar hacia todos lados y darse cuenta que la pipa no ha llegado. Son momentos extremos en los que se apela a lo inimaginable, en los que para calmar la sequedad de nuestras gargantas fue necesario apelar a una caña borracha (aquellas que están pasadas de tiempo), o beber del agua acumulada en la oquedad formada por nuestras pisadas, siempre preferible a tomar en la zanja del regadío, donde algunos compañeros hacían las necesidades. Lo que más me afectó, fue la indolencia de los cocineros al botar la comida sobrante, ante los reclamos de los que se atrevían a pedir más; algo denigrante en aquel lugar, pues a los pilones (como se le llamaba a los comelones) se les consideraba flojos. Los que caían en esas debilidades, eran víctimas de las barbaridades de aquellos que se regocijaban al abusar de los más débiles; digo esto, pues son cosas que viví muy de cerca. La desvergüenza de un hombre a quien llegue a conocer pues dormía cerca de mi litera, y quizás algún día pensé que pudiera ser mi amigo; contemplar cómo se arrodillaba frente a los restos de comida que habían sido derramado a propósito sobre el suelo, limpiar de tierra los pedazos de sardina y engullirlos. Ver el regocijo de los cocineros, quienes celebraban de esa forma los resultados de su obra. En ese momento lo desprecié, no concebía semejante degradación. Hoy reflexiono, creo que me equivoqué. No era él a quien debía repudiar, sino aquellos que con inhumana actitud, botaban lo que tanto requeríamos, sin que los jefes hicieran caso de nuestros reclamos.
Recuerdo al flaco Eduardo Mesa con su perenne asma, que hoy contra todos los pronósticos exhibe su inmensa humanidad, a la que las libras de más no favorecen. A Frade, ahora parte de la emigración, atiborrándonos de cuentos donde era el protagonista principal. Sabíamos que la mayoría de lo que decía era mentira; sin embargo, contribuía a alegrar nuestras noches. No puedo olvidarme del negro Pasta de quien el apodo desplazó al nombre, al ocultarlo en lo más profundo de mi cerebro debido a su costumbre de saciar el hambre, mediante un coctel preparado con dentífrico, y de Jorge, carismático habitante de Párraga, hoy cuentapropista que es la forma de llamar en Cuba al negocio privado.
Hoy rememoro con placer el olor de la carne frita de maja Santamaría, del que nunca pude conocer el sabor, pues tuve la ingenuidad de dejarme dominar por el sueño. Nunca se me olvidarán las escapadas nocturnas en busca de miel de purga, para endulzar la escasa ración que recibíamos en el desayuno; actividad suspendida al percatarnos que la sustancia que nos permitía mejorar el sabor de la leche, estaba plagada de bichos; los descansos en los potreros, terminados bruscamente cuando la picazón en nuestros cuerpos, nos llevó a descubrir que servíamos de alimento a las garrapatas.
Todavía tengo presente el único día en que me enfermé, algo que ansiaba desde hacía tiempo. Después de meses en los que muchos torrenciales aguaceros cayeron sobre mí, pasé una noche con fiebre. Al amanecer estaba como nuevo, nunca he renegado tanto de mi buena salud. El sanitario me observó asombrado, en su cara noté desconcierto. Miró directo a mis ojos y dijo:
─Negro, ve hasta Manantiales para que te vea el médico. Ya no tienes fiebre, si te quedas te ponen a trabajar.
─ ¿Por qué, si pasé la noche con fiebre? ─dije ingenuamente.
─No preguntes y haz lo que digo ─fue su respuesta y agregó─, ¿quieres quedarte a trabajar?
Hice lo que dijo y ese día no trabajé, eso sí, en la ida y vuelta fueron más de cuatro horas caminando. No me importó, era un adolescente y lo tomé como un paseo que me permitió admirar a las guajiritas de la zona.
El contacto con la casa, lo mantenía por las cartas de mi madre; su preocupación impregnaba el papel. Se interesaba por mi estado de salud y condiciones de vida. Pedía a grito que le indicara como llegar, para venir a visitarme. Nunca creí necesario ese sacrificio, mucho menos verla partir con semejante preocupación. Le hice desistir de sus propósitos, la dirección no se la di; le mentí. Dije que las condiciones de vida eran las mejores, pero no estaba de más que mandara algunas cosas de comer.
Visitar el batey de los haitianos nos sacaba de la monotonía, daba la posibilidad de mirar de soslayo a sus hijas, bellezas negras del monte que nos conquistaban a pesar de su pobre indumentaria. El misterio de sus habitantes con los que intercambiábamos jabones y cigarros por azúcar, forma de comercio usada desde la época de nuestros ancestros y que permitía saciar nuestra siempre ingente hambre, hacia fluir la adrenalina; pero a pesar del temor, las observábamos con cuidado y miedo, impuestos por el carácter de sus padres: cerrados en sus vidas, hoscos y desconfiados, reflejo innato de una existencia de vicisitudes y maltratos.
Al hablar me viene a la mente, olvidado rostro y nombre por el tiempo, la recia figura del guajiro que teníamos como jefe de brigada; héroe anónimo que nos impelía a trabajar, paladín del surco y de las cañas, asumía el trabajo como uno más de nosotros, nos parecía incansable pues siempre terminaba el primero; predicaba con su ejemplo, cosa normal en aquellos tiempos, donde se tenía muy presente la imagen de un Che hablando de trabajo y convirtiendo las palabras en acciones.
Como todo lo que empieza aquello terminó. Un día nos vimos en los ómnibus rumbo a la ansiada Habana, La Poma, como la mayoría decíamos. Antes de montar se nos dio varias raciones para el viaje, consistían: en dos latas de conserva y un cartucho con azúcar. Como se imaginaran el hambre me hizo devorarlas, lo que trajo consecuencias. Al llegar, con una descomposición de estómago que me había obligado a detener el transporte en diversas ocasiones, me dirigí al lugar más cercano; la casa de mi abuela paterna, sitio marcado por los mejores años de mi vida. Al entrar me encontré a mi tía Teresa, mi madrina, La China, como cariñosamente le llamábamos. Fui a abrazarla y la expresión de su rostro acompañada por las palabras que brotaron de sus labios, me dejó paralizado.
─ ¡Que te han hecho Monchi! ─dijo hecha un mar de lágrimas, mientras con sus brazos me apretaban contra el pecho.
Poco después pude pararme ante un espejo, por primera vez en varios meses; lo que vi, fue a un desconocido. Dentro de un uniforme verde olivo, donde había espacio para tres como yo, un ser del tercer mundo me miraba; su imagen, la viva estampa de la hambruna.
Con el tiempo mi cuerpo recobró la normalidad. Tras quince días de vacaciones, me propusieron pasar el curso de Especialista Menor de las Tropas Radiotécnicas. Me hice operador de radar y de ahí mi pasión por la electrónica. Después llegó la zafra del sesenta y nueve, que fue un paseo comparado con lo pasado. La culminación de mis labores agrícolas fue la zafra del setenta, la que pase en la provincia de Matanzas; una de las pocas regiones del país que cumplió con sus compromisos. El trabajo era duro, pero la alimentación y las condiciones de alojamientos buenas. Llegamos al millón y nos dedicamos a ayudar a los hermanos de Villa Clara; aunque por desgracia, la zafra fue un fracaso, pese a que nuestro máximo dirigente aseguraba que los diez millones se cumplirían. Adiós a los planes de sacar a Cuba del subdesarrollo, otro sueño sin cumplir.
En uno de mis pases visité el Castillo del Morro, reclusorio militar en aquel entonces; mi intención, ver a algunos de mis antiguos compañeros; sus culpas: fuga, deserción, insubordinación y otras que no quiero recordar. Al mirarlos solo pensé en una cosa, hubiera podido estar entre ellos; pero tuve la suerte, de tropezar con la indulgencia de un hombre. El pase falsificado entre sus manos, mi nombre en primer plano junto a los horarios de salida privilegio de aquellos que habían reenganchado, era suficiente para mantenerme encerrado por un lustro. Me miro a los ojos y lo enfrente con resignación, dispuesto a aceptar lo que me tocaba. Vi en lo profundo de sus pupilas una chispa, la asocie con la esperanza.
─ ¿Esto es tuyo? ─dijo mientras me mostraba la tarjeta del censo de población.
No podía negarlo, los datos plasmados en ella me denunciaban. Ya mis compañeros me habían informado del hallazgo de los documentos en el polígono de entrenamiento. No lo niego, al principio pensé en desaparecer, pero recordé que siempre es mejor darle el frente a las dificultades.
─ ¡Sí!
─ ¿Y esto? ─dijo mientras ponía ante mis ojos el consabido pase.
─ ¡También!
─ ¿Lo quieres de regreso?
─Bueno, si usted me lo devuelve ─dije mientras mis labios a duras penas dibujaban una sonrisa.
─ ¡Barbón!, desaparece de mi vista no te quiero ver en un buen rato. Ya veré que hago contigo.
Esas palabras me dieron la clave, había librado de buena. En aquel momento fue lo que pensé, ahora sé que gracias a ese Primer Teniente de nombre Lázaro, mi vida no se llenó de desgracias.
El cinco de mayo de 1971 llegó el licenciamiento y con él, la amnistía para muchos de los que cumplían años en prisión por haber violado las leyes militares. No habían sido capaces de adaptarse a los cambios ocurridos en esos tres años de sus vidas, tampoco habían conocido a un Lázaro que al mirarte a los ojos fuera capaz de ver en ellos, la esperanza del porvenir. El Morro abrió las puertas, la libertad ya no fue una quimera.
Han pasado innumerables cosas después de aquellos días que creía sepultados por el tiempo; entre ellas, este Periodo especial con los problemas salariales y bajo nivel adquisitivo que ya dura más de veinte años, el que ha desbaratado las ilusiones de muchos; pero nunca nada marcó tanto mi vida, como aquellos meses de 1968 allá en el Camagüey; donde según dicen, fuimos la antesala de la Columna Juvenil del Centenario, hoy, Ejercito Juvenil del Trabajo.
Creación de la Columna Juvenil del Centenario, 3 de agosto de 1973.
Comentarios
Publicar un comentario